viernes, 9 de marzo de 2012

Una historia de Oriente Próximo

Imagínese por un momento que alguien completamente ajeno a usted entra en su casa porque según él, esa casa no es suya, es de él. Da igual que en las escrituras ponga su nombre, el del verdadero propietario de la casa, ya que esto no es suficiente justificación para el intruso. Él sigue en sus trece.
Al principio puede que piense que es una broma y por consiguiente todo aquello que resulta de esto le cae gracioso. Como persona amable y educada le invita a entrar, le sirve una taza de té o café y charla sobre el asunto. Al cabo de unas horas ves como este invitado actúa como si estuviera en su casa, de hecho, según él, lo está, por consiguiente hace lo que toda persona realiza de puertas para adentro. Friega los platos, se acomoda en el sofá, incluso ve la tele.

Al cabo de unos días, tu imposibilidad de echarlo, consigue que permanezca allí, es más tienes que esperar por las mañanas para entrar al baño, no puedes ver lo que te apetece en la televisión porque él está viendo otro canal y estás sometido a sus cambios de humor, aunque hay que decir que no cambia de humor a menudo, normalmente suele estar enfadado, solo sonríe cuando habla con los suyos por teléfono.

La situación se vuelve insostenible cuando una mañana usted se levanta y observa en su frigorífico una serie de normas que debe acatar o de lo contrario sufrirá represalias del tipo, poner la música alta en plena hora de la siesta, encontrarse con los cubiertos sucios cuando los necesita, no tener papel del baño a pesar de que el día anterior había comprado una docena de rollos, y así, toda una serie de molestias que le impiden realizar su vida como hasta ese momento usted lo hacía, es decir, sin contratiempos.

El colmo de la desfachatez llega cuando un día, después de una larga jornada de trabajo usted se encuentra con que para entrar a su vivienda ya no le vale la llave únicamente, es necesario, que pulse el botón del portero automático y tenga que esperar a que desde dentro de su vivienda le abra alguien, pero no un familiar suyo, sino el intruso, que ha decidido desde ese instante cambiar la cerradura para así controlar cuando entras y cuando sales.

La impotencia crece, porque a pesar de ser tu casa, vives como un extraño.
Al cabo de un tiempo tu situación comienza a ser desesperante porque no solo te han cambiado la cerradura de la puerta, sino que ya no puedes acceder a las habitaciones porque el visitante se ha adueñado de todo, dejándote nada más, que una pequeña estancia donde duermes, comes y haces tus necesidades.

Para tu sorpresa y tranquilidad, al comentarle a tu vecino de toda la vida tu situación, el afirma que se encuentra igual, ha llegado un extraño y se ha apropiado de todo.
Un buen día toda esa comunidad de vecinos se ve con que para ir a sus destinos rutinarios tiene que ir por una, y solo una, acera, además tiene que pasar un control de seguridad y para lo que antes tardabas diez minutos ahora puedes emplear hasta una hora, dos horas, según el día.

Sin saber porqué, nadie te da una explicación razonable, tu vida ha cambiado radicalmente y a pesar de que ves que hay muchos que te quieren ayudar, inexplicablemente no pueden.

Cada año, algún día de abril o mayo, según el calendario, se escuchan sirenas antiaéreas que recuerdan la opresión que sufrieron los nuevos vecinos en algún momento atrás. Los viejos habitantes las escuchan con incredulidad.


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