domingo, 24 de enero de 2010

La lealtad

Cuando Bob Woodward y Carl Bernstein comenzaron a trabajar juntos en The Washington Post no imaginaban lo importante que serían en la historia del periodismo, su aportación en el campo de la investigación es fundamental, y su sentido de la lealtad hacia su principal fuente, digna de admirar.
Hoy parece imposible, o por lo menos poco probable, que un periodista guarde un secreto tan importante como el que supieron guardar Woodward y Bernstein. Lo lógico hubiera sido nombrar a su fuente pues no se estaba involucrando a cualquiera, la persona no era un mero transeúnte de una calle cualquiera de un país indeterminado, se trataba del mismísimo Presidente de los Estados Unidos de América, la Nación más poderosa del mundo, la democracia de las democracias y esto era algo que bajo mi punto de vista ni ellos mismos, (ambos periodistas), no sabían lo que llegarían a descubrir.
Se elaboraron listas de posibles candidatos sobre quién podría ser la principal fuente del caso Watergate, se dedicaron estudios, tiempo, dinero y espacio en los periódicos y revistas del país, los nombres que aparecían, como es lógico, eran los personajes más allegados de Richard Nixon e incluso se llegó a especular con posibles candidatos que más tarde se comprobaría que ni mucho menos eran ellos. Resultó ser Mark Felt, Número 2 del FBI, que por venganza o llámese como se quiera, denunció a los espías del Gobierno que se dedicaban a la tarea infame de fotografiar, y en resumidas cuentas, espiar, las acciones del Partido de la oposición. Todo esto viene a cuento porque todas estas listas y toda esta serie de especulaciones, y toda esta tinta gastada y la cantidad de árboles destruidos para papel, el número incontable de palabras dichas, se debe a una sola alocución, lealtad, la que mantuvieron estos dos, que por entonces eran jóvenes periodistas, hacia su principal fuente.
Siguiendo en esta línea, la lealtad que mantuvo Truman Capote hacia su trabajo, no es menos decorosa. A este hombre se le debería honrar, aunque sea, colocando su foto en todos los diccionarios al lado de la palabra perseverancia, o se le debería hacer una plaza en la que debajo de la señal que indica su nombre, pusiera: antigua Plaza del Tesón y la Constancia.
Es innegable que Capote se mantuvo en sus trece para escribir su libro de “A sangre fría”, no solo relató los hechos tal cual fueron sucediendo, sino que esperó por ellos, no fue capaz de inventar porque creía que introducir algo de ficción era una aberración para aquella historia cuando la verdadera aberración era la historia en sí misma. Su manera de mantenerse fiel hacia su trabajo, de ser constante con lo que se propuso, hacen de este hombre un personaje particular de la historia del periodismo y la literatura. Cómo explicar su enorme espera, pues un juicio de esa magnitud, su resolución y su condena conllevan años de idas y venidas, aplazamientos, etc.
Hacerle un homenaje hacia esta palabra, que tanto nos gusta, pero que cada vez menos se le da la importancia que merece, era una obligación y una cuenta pendiente, pues la pobre cada vez se siente más sola, marginada, olvidada y desamparada.

Si la cosa funciona. Woody Allen. Crítica

Me atrevo a afirmar que si Woody Allen tuviera más tiempo y más dinero su historial de películas sería mucho mayor. Es impresionante la capacidad que tiene el director neoyorkino para sorprender con cada nuevo film que nos regala cada año. Su última comedia, “Si la cosa funciona”, con la que regresa a sus orígenes, volviendo a ese humor exquisito que lo caracteriza y que lo hizo grande con películas como Manhattan, Hanna y sus hermanas, Annie Hall, y así podríamos nombrar una lista prácticamente interminable de películas de gran calidad.

Después de su paso por Londres con la no tan buena Scoop y la fantástica Match Point, y tras dejar su huella en la Ciudad Condal con Vicky Cristina Barcelona, Allen regresa a la ciudad de sus amores, la que le vio nacer y a la que ha dedicado gran parte de su filmografía. En Si la cosa funciona, el director nos vuelve a mostrar los paisajes “normales” que un neoyorkino de a pie ve a diario en su ciudad, mostrando encuadres y planos desde otra perspectiva y no de la que estamos acostumbrados a ver de la gran manzana. El puente de Brooklyn, la estatua de la Libertad son vistas desde un enfoque totalmente atípico pero reconocible incluso por el que no ha pisado la ciudad de Nueva York.

La película empieza de una manera extraordinaria, pues el protagonista, Boris Yellnikoff (Larry David), que para quién no lo conozca es un actor, productor, director y guionista estadounidense de bastante renonbre, se dirige directamente al espectador, no solo mira a cámara para contar su historia sino que hace partícipe al espectador en la obra aunque sus compañeros de reparto lo consideren un perturbado, pues como es lógico ellos no ven nada. Yellnikoff, el alter ego de Allen, o el propio Allan Stewart Konigsberg (Woody Allen), recalca en toda la película que el no es superior a los demás por ser más inteligente, sabio, erudito que los demás, sino porque simplemente tiene una visión global de las cosas, esa visión que le permite ver más allá, ir más lejos, llegar donde solo las grandes mentes son capaces de llegar, como por ejemplo, en la última escena de la película, donde los demás ven una reunión celebrando el año nuevo, el ve dicha reunión y a los espectadores que la siguen. El desprecio que siente el protagonista por la raza humana es justificado según su visión del mundo, su manera de actuar totalmente irrespetuosa y desairada lo convierten en un personaje que por esto llega a ser hasta querido lo cual quiere decir que la barita mágica de Allen lo envuelve todo.
En el lado opuesto se encuentra Melodie, provinciana, joven, con un nivel cultural extremadamente bajo, pero con su encanto y su simpatía llama la atención de Yellnikoff y consigue que este se case con ella. Son la antítesis en todo lo que respecta a la vida pero sin embargo llegan a quererse tal como son y se aceptan el uno al otro. Los diálogos que produce esta situación son altamente divertidos como cuando Boris se despierta en mitad de la noche aquejado de sus ataques de pánico y ella va a encender la tele y mientras él le dice que ha visto el abismo, refiriéndose a su situación de pánico, ella le dice que verán otra cosa. Este tipo de situaciones y diálogos hacen de la película un monumento al humor inteligente, irónico y cínico que solo Allen es capaz de plasmar en la pantalla.
Con respecto al resto de personajes cada uno tiene su particularidad y a medida que van apareciendo van completando las historias que a su vez forman una historia sola en la que todos tienen algo que ver con el otro.

A medida que avanza la película es imposible adivinar que viene después, eso sí hasta cierto punto. Con el paso del tiempo la película se hace un tanto predecible que no por ello deja de mantener el interés que despierta desde el principio
La trama es una vuelta a sus orígenes, historias que aún siendo surrealistas por lo rocambolescas que son no dejan de enganchar al espectador a la gran pantalla. Este cúmulo de situaciones embarazosas atribuidas al azar hacen de esta película un film aparentemente normal, sin demasiadas florituras y con escaso valor en lo referente al espectáculo, pero la manera de contar siempre lo mismo, pero cada vez, de una manera más sorprendente, saca a la luz la genialidad de este cineasta nacido en Estados Unidos pero con un claro espíritu europeo.

Es cierto que Woody Allen sigue con sus obsesiones de siempre, la marginación de los judíos en EEUU, su crítica irrevocable a los estudios de Hollywood, su amor por Nueva York, sus diálogos y monólogos siguen siendo conjuntos de palabras altamente coherentes que se relatan de una manera vertiginosa y casi incomprensibles a primera instancia, su humor refinado y culto no deja indiferente a nadie, pero aún así, su última película es una obra maestra de la filmografía, en cada escena, cada fragmento de película es una manera de mostrar no solo lo que ocurre en primer plano sino todo lo que sucede a su alrededor.