Cada día vemos en la televisión como personas con un nivel cultural alarmantemente bajo se erigen como princesas del pueblo, señores en toda regla y así un conjunto de personajes conocidos por todos, fácilmente accesibles y peligrosamente imitables. La venta de programas de ínfima calidad hacia un público cada vez más anestesiado convierte a los medios de comunicación, aunque más concretamente la televisión, en puertas atractivas que invitan a entrar las cuáles hacen del espectáculo su mayor reclamo.
La cultura, en todos los ámbitos de la vida y en todos los formatos en los que se desarrolla, está sujeta a una ley, la de la oferta y la demanda. Literatura, cine, televisión y en definitiva medios de comunicación transforman su contenido en entretenimiento, donde el valor de este está sujeto a los niveles de audiencias, ventas, regidos por la publicidad, es decir, todo lo que es transformable a dinero. Esto es digno de reflexión si tenemos en cuenta que todo esto nos rodea, nos envuelve e incluso nos invade. Parándonos un momento a pensar comprobamos que todo esto forma parte de nuestras vidas y como está tan anexionado a nosotros es lógico pensar que el sistema mercantil trata absolutamente todo como mercancía, incluyéndonos a nosotros. Todo, absolutamente todo tiene un precio, por tanto un valor de mercado y como dice José Vidal- Beneyto hasta nuestros propios sentimientos.
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