sábado, 9 de abril de 2011

En un lugar de Canarias


No hay tarde de verano más placentera que la que acontece en la playa de Benijo. El mar del norte, que rompe contra la costa con una furia desmedida, golpea suavemente las rocas en estos meses. Sube y baja en un vaivén que desprende absoluta tranquilidad. Su inaccesibilidad la convierte en una playa alejada de turistas mediocres, allí solo se acerca gente que de verdad siente la naturaleza, además de surfistas. Está flanqueada por dos enormes rocas, cada cual con formas absolutamente reconocibles. La primera que te encuentras al bajar el sendero, las dos se aprecian desde arriba, tiene forma de castillo, de fortificación medieval. Su color negro la hace aún más enigmática. Solo se puede acceder a ella cuando hay mareas largas que hacen que en un solo día haya una diferencia entre la marea alta y la baja de unos treinta metros, quizá más. Cuando llegas allí, después de atravesar una playa de arena negra, parece que el tiempo se ha detenido. La roca se verticaliza en uno de sus extremos a modo de torre de vigía. Cuando te encuentras en la playa y miras hacia su parte superior da la sensación de tener un águila posada en su parte más alta. Recuerda mucho al águila de la bandera alemana. Es como si vigilara todo lo que acontece en la playa a modo de socorrista estático. Justo paralela a esta pero en el otro extremo de la playa se haya la otra roca. Esta recuerda mucho a la torre Agbar de Barcelona. La erosión del tiempo parece haberla dibujado de esta forma voluntariamente.

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